Dicen
que mirar al pasado o recordar otros tiempos… no siempre es bueno. Hay que
vivir el presente y mirar hacia el futuro. Pero yo soy de las que cree que
mirar hacia atrás también puede ser bueno, saber de dónde vienes para poder
decidir a dónde vas. Poder mirar hacia atrás, cerrar los ojos, recordar un
viaje, un momento, una persona, una
anécdota y sonreír… significa que has vivido cosas buenas que te gusta
rememorar ¿Cómo eso iba a ser malo?
Cada
lugar, cada país, cada casa, cada ciudad es diferente a cualquier otra que
hayas visto antes. Pero es inevitable que territorios, sonidos, perfumes, momentos o
segundos te hagan revivir algo que ya pasó… algo que viste, te gustó y tu
mente decidió guardar para volver a ello siempre que desees. Es lo bueno de los
recuerdos: siempre están ahí y siempre podemos recurrir a ellos.
La semana
transcurre con normalidad. Voy al gimnasio y, aunque todos son distintos y ya he
pasado por unos cuantos (Zaragoza, Leganés, Madrid, Maastricht, Amman…), éste
tiene algo que me recuerda a uno de ellos. Creo que es al de Madrid, en Plaza
de España. Era pequeñito, un poco cutrecillo pero con encanto, los sitios siempre
con encanto. El factor básico y esencial de un gimnasio es que esté cerca de
casa. Si esa característica no se cumple, no valen, porque acabas no yendo y se
“fastidió el invento”. Sí, me recuerda al de Madrid, bajas unas escaleritas de
caracol y estás en la sala de máquinas… ese es el punto en común y que hace que
el piloto automático se encienda en mi cabeza y en algunas mañanas en las que
llego dormida, en un abrir y cerrar de ojos, me teletransporte a ese concreto lugar de Madrid,
durante unos segundos y en mi mente.
Mi
asiduidad al gimnasio debe hacer que mi masa muscular vaya creciendo. O quizás
lo que va creciendo (hasta límites insospechados) es mi torpeza. Espero que lo
que no esté creciendo sea la factura de la parte de mi fianza que no me van a
devolver. Por el momento mis “víctimas” han sido la tapa de la cisterna de un
baño pequeñito que tenemos en el cuarto de la lavadora y una de las puertas de
mi armario. Un buen día (es cierto que iba con más prisa de lo normal y un poco
acelerada) abrí la puerta y me quedé con ella en la mano. Menos mal que justo
detrás está la cama y debido al peso de la puerta (con el que ni todas mis
mañanas de gimnasio pudieron), caímos ella y yo sobre las sábanas.
Tranquilidad. Sigo viva y con una historieta más para reír y contar.
Entre
semana, con una nueva amiga, descubro un nuevo lugar. Mucha novedad. Se llama “El Faraón” y es una taquería. El sitio
tiene historia porque aquí el que es famoso por sus tacos es “El Califa”, una
cadena con establecimientos por todo DF. Se oye que El Faraón es la versión “alternativa”
de El Califa. Pero la realidad es que hubo gresca, uno de los cocineros se
enfadó, se fue y se montó su negocio rememorando al Antiguo Egipcio. La verdad
es que de egipcio tiene bien poco. Probamos las costras (tacos con la tortilla
crujiente y con queso fundido), jugo de carne (nada recomendable por la noche)
y gringa al pastor (muy aceitoso) y para pasar todo ese festival, agua de Jamaica.
Este sitio me recuerda al comedor de un
colegio (es cierto que yo nunca comí en el colegio) pero si que me recuerda a las carpas
que se montaban en los campamentos de verano a los que fui durante años
haciendo las veces de comedor. Todo muy
auténtico, aunque hay quien dice que habría que llamarle el “Califake”. Peleas
gastronómicas.
El
viernes cenamos en un sitio “hipster” de La Roma. La verdad es que de hipster no tenía casi nada. Mesitas pequeñas, una
barra en la que cenar, muebles de madera, copas de vino decorando el lugar,
menú a base de tapas variadas… Me quiere recordar a algo. Ese algo se llama La Latina,
tiene nombre de domingo y huele a vino tinto.
Volvemos
a nuestra adorada Pulquería. Quedamos con un amigo que celebra allí una especie
de cumpleaños. Recordamos el lugar, su terraza, sus sucesivos pisos e infinitos
rincones. Nos gustó y nos vuelve a encantar. Pero la cosa parece que está poco
animada, hay un momento crítico, el sueño parece que se adueña de mí, cometo el
error de sentarme en una silla… parece que la noche está perdida… Pero no. La
Pulquería anima hasta a los muertos. Es nuestro antro. Atrás queda la silla y comienzan los bailes. Me
encanta ese lugar. Me recuerda a algo… el sitio no tiene nada que ver pero en
los recuerdos hemos dicho que no se manda y todo vale. El hecho de que puedas
encontrar todo tipo de personajes, que aun así (o precisamente por eso) te sientas cómoda, a
gusto, como en casa. La música, el lugar, el sitio. Todo te gusta. Parece que
me quiere recordar a mis primeros años por Madrid y mis salidas con una
acompañante muy especial al…Mondo.
El
sábado toca llenar la nevera. Volvemos a nuestro mercado, a por fruta y
verdura. Creo que ya os conté que “la moda de lo verde” ha llegado a nuestro
hogar. Y no parece querer marcharse. Esta vez es como siempre… pero a la vez es diferente: ya estamos los “cuatro
mosqueteros”, no falta nadie. Hoy nos toca sentarnos en un lugar diferente: frente
al cocinero, con asientos en primera fila. El dueño del puesto nos conoce, siempre nos
saluda amistosamente y, poco a poco, nos va contando los entresijos de su
negocio. Siempre tenemos la duda de si deberíamos probar un sitio nuevo, conocer otro lugar.
Pero no. Siempre volvemos ahí. Porque nos encanta.
Este
finde toca un poco de relax y qué mejor forma de relajarte que con un poco de
naturaleza. Vamos a otro barrio que no conocíamos: Chapultepec. Allí paseamos
por un parque que tiene de todo: puestos de pelucas (tentaciones continuas de
comprarme alguna), de raspaditos o nevaditos (helados), de bromas, de calcomanías,
de ropa, de sombreros, de tacos, de chucherías. Los niños se pintan la cara y
comen helados, la gente canta, se tumba en el césped. Hay un lago con barquitas
y la estampa se completa con grandes edificios al fondo (curiosa composición).
También me trae recuerdos, el paseo, el helado, el lago y las barcas… por un
momento, cierro los ojos y vuelvo a Madrid, estoy en el Retiro.
El
domingo es uno de esos “días tontos” en los que finalmente recopilas tus
últimas 12 horas y ves que no has hecho algo demasiado productivo. Pero que, de
vez en cuando, vienen bien, se agradecen y, de nuevo, nos encantan. Comemos “rancho”,
un plato típico aragonés que dos de los cuatro aragoneses de la casa no
conocíamos. Muy rico, por cierto. Las horas van pasando y un conjunto de
actividades se van sucediendo. Dormir. Leer. Planchar, otra actividad hogareña
que no está entre mis virtudes pero la cosa se complica cuando –intentando hacer
de tan aburrida tarea un momento más placentero- la combinas con ver una serie en la
televisión. Las mujeres sabemos hacer varias cosas a la vez, pero cuando una de
ellas no es tu fuerte, vas y te quemas el brazo, una y más veces.
Cualquier
cosa te puede evocar un recuerdo, los cinco sentidos están alerta y cualquiera
puede ser el elegido. El oído es uno de los más habituales. Si cierras los ojos
y sólo te concentras en lo que escuchas, miles de imágenes pueden venir a tu mente.
Desde nuestra casa no para de escucharse el paso de los aviones. El aeropuerto
de DF está en medio de la ciudad. El momento de sobrevolar la capital mexicana
es alucinante, porque durante casi media hora no paras de ver edificios y más
edificios, parece que nunca se acaba. En su día quedaba "a las afueras", como
suele ser común, pero la ciudad fue creciendo, creciendo y creciendo hasta convertirse en
la gran urbe que es hoy en día y la pista de aterrizaje está inmersa en la ciudad
como si de uno de sus habitantes se tratara. No es comparable pero, como ya
hemos dejado claro, cada uno tiene sus recuerdos y la forma en la que aparecen
es incontrolable. Todo vale, nada es correcto o incorrecto. El continuo “goteo”
de aviones sobrevolando la ciudad, por su cercanía, repetición y regularidad;
evoca en mí un recuerdo muy curioso: las cinco llamadas al rezo que ya formaban
parte de mi día a día en Jordania.
Poder
disfrutar de los recuerdos de la vida es vivir dos veces
(Marco Valerio Marcial)
Y
como la cosa va de recuerdos… al buscar una frase, es cierto que desde que leí
ésta, se convirtió en mi favorita… pero al descubrir su autor, no pude sino
elegirla para clausurar este post. Es de Marco Valerio Marcial. Poeta que nació
en Bílbilis –actual Calatayud- y su obra se componía de un género muy
particular: el epigrama. En el colegio realicé un trabajo sobre este autor , mi
padre me ayudó y en mi mente se me quedaron grabados su nombre y una imagen: mi padre y yo trabajando
“codo con codo”.
Luciiiii, increíble como siempre, haces que parezca que estemos viviendo contigo esa experiencia! Los pelos de punta!!!
ResponderEliminarMuchísimos muchísimos besitos y abrazos! tq! Nerea!
Gracias a quién sea...que tenemos recuerdos..porque si esperamos a tener fotos...yo no sé si habría visitado alguna vez Suecia....
ResponderEliminarClaro que me acuerdo cuando hicimos el trabajo de Marcial
ResponderEliminarPensaba que me ibas a nombrar por otra cosas: el arreglo de la puerta del armario. Pero da igual con tal que te acuerdes de mi
Un beso
"Nosotros estamos hechos, en buena parte, de nuestra memoria. Esa memoria está hecha, en buena parte, de olvido..." Jorge Luis Borges.
ResponderEliminarUn abrazo, Luci.
María Jesús