Este post se ha hecho esperar más
de lo normal. Millones de perdones. Pero es que es muy largo y habla de unas
grandes vacaciones… de esas en las que después necesitas “vacaciones para
recuperarte de las vacaciones”. Por eso mismo, este período… ha servido para
recuperarnos, descansar y superar la depresión post-viajazo. ¡Comenzamos!
Billetes en mano, mochilas
preparadas, gorritos y al aeropuerto. Atasco típico del viernes, cortan nuestro
carril…, barajamos la idea de darle unos pesos al policía y que nos deje pasar…
“¡ay madre que perdemos el avión!”. Típicos nervios previos al viaje “no
llego”, “¿llevo todo?”, “seguro que me dejo algo importante”. Siempre que viajo
(sobre todo si voy sola) recuerdo frases de mi padre: “Lucía, con pasaporte y
dinero tienes casi todo el viaje solucionado, NUNCA olvides esas dos cosas”.
“¿Cuántos bultos llevas? ¡Cuéntalos siempre!” “1, 2, 3” “1, 2, 3!!!!”.
Ensimismada en mis pensamientos e intentando no dejarme bultos, pasaportes y
gorro… llegamos al aeropuerto.
Nuestro viaje se compone de dos
partes muy diferentes pero a la vez muy complementarias y ambas necesarias. No
sabría quedarme con una de ellas. “Montaña, aventura, naturaleza” versus
“Playas paradisíacas, atardeceres de película y fiesta mexicana”. ¿Con cuál os
quedaríais? Aquí va mi relato del viaje. Cada uno puede sacar sus propias
conclusiones.
Subimos al avión para volar hacia
el noroeste de México, llegando a la
ciudad con nombre de perro: Chihuahua.
Curiosa localidad, o pueblo o no sé qué… “pueblo fantasma”. Casi sin gente en
las calles y un poco “turbia”. Yo era la encargada de buscar este hostal y no
sé qué fue lo que me impulsó a decidirme por el elegido pero no tuvo mucho
éxito (tendría que esperar a etapas posteriores del viaje para recuperar los
puntos que acababa de perder con el resto del equipo). Tenían café (pero frío),
coca colas (pero calientes), estaba lejos de la estación de tren a la que
teníamos que ir en escasas horas y en la habitación contigua a la nuestra
dormía a pierna suelta y con la puerta abierta el que pudiera ser un narco en
toda regla. Cenamos tacos “al más puro estilo gringo” (una cadena de comida
rápida en la que la imagen del hombre más típicamente mexicano que encontraron
fue la que veis en la foto a continuación), fuimos a un bar (Billy Bob´s) en el
que todos llevaban sombreros de vaquero, bebían tequila en la barra y en el que
la música country “a todo trapo” ponía la guinda final a un pastel al que no
sabría cómo nombrar. Sigamos. Lo mejor está por llegar.
Comienza la primera parte de
nuestro viaje: Barrancas del Cobre. Este
curioso nombre designa un impresionante paisaje compuesto por una red de
cañones cuatro veces mayor que el Gran Cañón de Arizona, abarcando una
extensión de 60.000 kilómetros cuadrados. Su nombre se lo dieron los españoles
al confundir los líquenes verdosos que pueblan una de sus cañadas, con tan
conocido metal. La mejor forma de adentrarse en este impresionante espectáculo
natural es el ferrocarril que recorre 653 kilómetros: desde Chihuahua hasta el
puerto de Topolobampo, en el Pacífico.
Madrugón. Optamos por no desayunar café frío (ni coca colas calientes),
llegamos a la estación y la fila es interminable. ¿Qué hacemos? Un “me hago la
tonta, sólo es una preguntita, tenemos la reserva ya hecha” me hace ganar
algunos de los puntos que perdí la noche anterior en cuanto a planificación/resolución
se refiere. Ya tenemos billetes y nuestro vagón asignado. La primera clase del
“Tren Chepe”(Chihuhua-Pacífico) nos espera. Revisores impecables con sus uniformes
en los que no falta un detalle, asientos “¡mejores que los del AVE!”, vagón
restaurante al más típico estilo de las películas Western… Todo es de película,
ya estamos en marcha… pero yo (inevitablemente) me duermo. Así es. Lucía +
medios de transporte (coche, autobús, metro, tren, avión, barco…) = repentina
llamada al sueño. Forzosamente ineludible.
Primera parada: Creel. Si el anterior era el pueblo fantasma, este
podría tildarse de “pueblo vaquero”. Localidad
rodeada de pinares y formaciones rocosas de curiosas formas. Nos alojamos en
una maravillosa cabañita de madera, todo muy aventurero y de cuento. Totalmente
equipada con agua caliente y hasta calefacción. Menos cuento sería cuando nos
despertamos a las 5 de la mañana con la punta de la nariz roja y congelada
porque decidimos apagar la calefacción al acostarnos (por eso de que el gas…). “¡Aquí
hace mucho frío!”. Todavía quedaban algunos días para poder recurrir al bikini
y la crema solar. Tiempo al tiempo.
Realizamos una excursión por la
zona, que siglos atrás fue poblada por nativos de unas 200 tribus. Una de
las más destacadas son los Tarahumaras, que hoy en día habitan en la Sierra a la
que dan nombre. Se agrupan en cuatro o cinco familias y forman lo que se podría
llamar una “ranchería”, cerca de alguna de las 20 misiones católicas
diseminadas por la zona. Se llaman a sí mismos Rarámuri (en su lengua, “hombres
de pies veloces”). Visitamos una de las cuevas en las que viven. Después nos
dirigimos a los Valles de los Hongos y de las Ranas (por las curiosas formas de
sus rocas) y al lago Arakeko. Es cierto que la visita nos estaba resultando un
poco “timada turística”, al más puro estilo “parada-foto-parada-foto”… pero lo
mejor se nos reservaba para el final: la cascada Cusárare. Una pequeña caminata
nos condujo hacia ese maravilloso capricho de la naturaleza. La cosa iba
mejorando pero, de nuevo, lo mejor estaba por llegar…
Esa noche, queriendo hacer gala
de nuestro espíritu aventurero y explorador, nos dirigimos al antro de moda del
pueblo: “Viva Creel” (originalidad ante todo). Nos costó decidirnos y el camino
desde nuestra cabaña al garito fue a toda la velocidad que nuestras piernas nos
permitieron porque el ambiente era un poco “raruno”. Al llegar al lugar, la
cosa no mejoraba. El portero, después de cobrarte los 50 pesos de
entrada, te preguntaban si llevabas armas o navajas (mmm creo que no… y ¡espero
que les hayan hecho la misma pregunta al resto!). El atuendo requerido estaba
muy claro: hombres con botas y gorro de vaquero y chupa de alguna de las más conocidas
escuderías (Ferrari, Porsche…) y mujeres con lo más apretado que tuvieras en el
armario, unas dos o tres tallas menos de la tuya va bien. No sé si eran
vaqueros, narcos o qué pero el sitio daba un poco de miedito. Una “chelita” y
un tequila y nos volvimos tan rápido (o más) como habíamos venido a nuestra
adorada cabañita. Me gustaría tener documentos gráficos del lugar, pero quiero
demasiado a mi amado Samsung como para sacarlo a pasear por esos lares…
Segunda parada: Posada Barrancas. El trayecto era muy cortito y,
con una breve parada en Divisadero (donde pudimos vislumbrar lo que nos esperaba
y matar el hambre con un taquito), llegamos al lugar desde el que se podía
observar tan magnífica obra de la naturaleza, en todo su esplendor. Al ver las
fotos, a día de hoy, me sigue resultando impresionante. Pero estando allí de
pie, frente a la inmensidad de los cañones, la sensación era sobrecogedora,
imponente y turbadora.
Llegamos a “Cabañas Díaz”. Una
pequeña habitación en la que sustituimos la calefacción (a gas) por una chimenea
y una típica familia mexicana serían nuestro hogar durante ese día. La próxima
aventura, desde donde las sensaciones e impresiones sobre el lugar iban a
acentuarse todavía más, si cabe fue un descubrimiento para mí: las tirolinas
(tirolesas, aquí). Nunca había probado esa actividad, quizás porque no había
tenido la oportunidad o porque me había dado cierto respeto/miedo. El caso es
que no pude elegir mejor lugar para iniciarme en “el mundo de las alturas”. Una
vez equipados y con los nervios a flor de piel, Javi y yo nos dirigimos hacia
la primera tirolina. ¿Primera? ¡Sí! ¡¡Eran siete!!
Tras una breve explicación de
normas de seguridad, signos con las manos a los que debíamos estar atentos
(omitiendo que sin gafas no veo a más de dos palmos, intentaría imaginármelos
con acierto), tanta información hizo que mi decidido ímpetu se tambaleara
levemente. Miré a Javi con ojos de “qué miedito, yo me piro”… pero este miedo
se solucionó gracias a que la primera tirolina la hice con uno de los guías
(confesión). Pero, a partir de ahí, todo goce y disfrute. La sensación es
difícilmente descriptible: una mezcla de libertad, “subidón” de adrenalina,
tensión (no miedo), con un toque de “creo que estoy volando” hicieron del
momento una experiencia inolvidable. Entre las 7 tirolinas está la más larga de
México (nada más y nada menos que 1113 metros); además de dos puentes colgantes,
al más puro estilo Indiana Jones (pero sin maderas que se rompen tras tus pasos
y con un arnés que te sujeta… lo sé, suena mucho más aburrido, ¡pero yo quería
volver a DF y algún día a España!).
Tras las tirolesas nos dirigimos
a recorrer los diferentes miradores en los que cada perspectiva de los Cañones
iba superando a la anterior. La vista hacia el abismo resultaba IMPRESIONANTE.
Ese día debíamos estar exhaustos porque, tras una rica cena casera y un tequila,
estábamos en la cama (con la chimenea a tope) a las 22,30 de la noche. Había
que descansar. Tocaba caminata por la mañana.
Si las vistas del día anterior nos habían impresionado, la caminata con un guía de lujo (Alberto) nos dejó sin palabras. Entre resbalones, millones de fotos y risas, esa caminata fue de lo mejor del viaje. Buena compañía, un poco de ejercicio y un recuerdo inigualable para guardar en ese gran archivo que (muy afortunadamente) no hacemos más que ampliar.
Toca volver al tren y esta vez el
trayecto es algo más largo. Pero no importa. El recorrido es espectacular. El
Chepe atraviesa en total 37 puentes y 86 túneles (el más largo se llama El
Descanso y mide 1810 metros). Escuchando el sonido del peso sobre los raíles y sintiendo
que vas literalmente “entre montañas”, de nuevo se experimenta una sensación
muy diferente a cualquier cosa. Nada que ver con un atasco en el tráfico en DF,
con un viaje en avión o con un salto al vacío en tirolina. Es como si te
teletransportaras a otro lugar, a otro tiempo… como si por un momento
estuvieras en una escena de “Doctora Quinn” o “Bandidos”.
Entre ensoñaciones, volvemos a la
realidad y “¡oh no! Vamos a perder el ferry!”. Contábamos con llegar sobre las
21,30 a nuestro destino (Los Mochis) y de ahí, nos debíamos dirigir al puerto
de Topolobampo para coger un ferry (en el que hacemos noche) y llegar a La Paz.
No contábamos con el “ritmo mexicano” y la diferente concepción del tiempo y la
puntualidad… Nuestra segunda parte del viaje se tambalea por momentos… ¿Qué
hacemos? ¿Y si perdemos el ferry? ¿y las reservas de los hoteles? Tensión en el
ambiente, caras largas, frases motivadoras y positivistas…
De nuevo… nos volvimos a olvidar
del comentado “ritmo mexicano” y ese rollo del tiempo y la puntualidad… El
ferry, que en teoría salía a las 23.00 horas… partió finalmente a la 1,30 de la
madrugada. Respiramos tranquilos y, ahora sí, comienza la segunda parte del
viaje. La playa y el calor nos esperan en Baja California.
Llegamos a La Paz y aquí llegaron días de playas, relax, comer muuuucho
pescado (el ceviche es nuestro nuevo plato favorito), ponernos muy morenos y
disfrutar. Visitamos las playas del Tesoro, Balandra… pequeñitas, casi sin
gente… puro paraíso, pura felicidad.
Tras una primera toma de
contacto, al día siguiente pasamos el día en un barquito… visitamos la Isla de
Espíritu Santo. Hicimos una parada para conocer a unos curiosos animalitos: los
leones marinos. Sus ruidos (similares a eructos) y su tremenda anatomía hacen
de ellos un gracioso esperpento animal. Los más atrevidos bucean junto a ellos,
con cuidado de no acercarse a las hembras de la manada para no levantar la
furia de los machos. La comida es en una calita con aguas cristalinas y arena
casi blanca. El ceviche y las chelas conforman el resto de la fotografía, de
nuevo, paradisíaca. De vuelta al puerto tenemos la suerte de ver delfines y
ballenas, es nuestro día de suerte.
Nuestra próxima, y última, parada
será Cabo San Lucas. De nuevo, playas de ensueño (Playa del Amor: hacia el
mar de Cortés y del Divorcio: hacia el Pacífico), pescadito y sol, mucho sol. Pero
llegados a este punto, si hay que elegir una palabra para definir nuestros
últimos días y la guinda final para tener todo lo que un viaje necesita para formar
unas perfectas vacaciones; esa palabra tiene seis letras: FIESTA.
Naturaleza, buena compañía, recuerdos, caminatas, buenas conversaciones,
frío, tren entre montañas, vistas increíbles, calor, playas, ceviche, sol, tortas, chelas, tacos al pastor, historietas, burros de pollo, más recuerdos, caídas, saltos y buenos
amigos. ¿Qué más se le puede pedir a un viaje?
"La vida es lo que hacemos de
ella. Los viajes son los viajeros. Lo que vemos no es lo que vemos, sino lo que
somos"
¡Muchas gracias por la aportación fotográfica Javi! ;-)
Espectacular, que envidia me dais... A seguir disfrutando, que yo te seguiré leyendo...!
ResponderEliminarMenuda aventura Luci!! :) Toda una exploradora, Besitos!
ResponderEliminarMuy guapo lucia prepara uno parecido para julio!
ResponderEliminarMuy guay LuciBom, un viaje con un poco de todo!!!!!!
ResponderEliminarLagrimones como puños y gustera de la buena, recordando tan buenos momentos!! just to say: Repetimos??
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